La prima de nariz respingada


Estudié la alabanza al difunto hace ya mucho tiempo en clase de literatura. Tendría yo unos trece años, pero hay lecciones que -no sé bien porqué- jamás se olvidan. Como esas letras de canciones que sin motivo alguno se quedan reverberando en la memoria para ser tarareadas décadas después al sonar en una emisora de radio anclada en la nostalgia.

El caso es que desde que aquel profesor espigado y de perilla a quien yo escuchaba con admiración me enseñara que el elogio fúnebre es un género literario en sí mismo, me he pasado la vida corroborando en los funerales varios a los que desgraciadamente me ha tocado asistir que no hay nunca una palabra mala para un difunto por muy malo que pudiera haber sido tal difunto. Y si la persona que muere, además, es alguien que deja un vasto legado para la historia, ahí ya sí que no hay renglón para la crítica y cualquier tachón vital se evapora como el llanto de las mariposas. Tiene cierto sentido, ¿no? Para qué recordar lo que es preferible olvidar cuando no está ya ni el cuerpo presente.

Vaya trance para esa “prima de naricita respingada” como le calificaría cariñosamente su hombre en la ceremonia del premio Nobel. Era entonces 2010 y faltarían apenas cinco años para que su longevo matrimonio se resquebrajara en pedazos como la porcelana

No me sorprendió, por tanto, que el pasado lunes el planeta entero reaccionara con elogios a la muerte de Mario Vargas Llosa. Entre todos los artículos dedicados a su fallecimiento que leí, y fueron muchos, no encontré ni una sola línea, ni siquiera un espacio en blanco que pudiera proyectar la imagen de un hombre con sombras más allá de sus luces como escritor. Aunque tal vez deba aquí romper con lo esperado y confesar que a mí -lectora voraz- se me atragantaron un día las letras de Vargas Llosa. Hace ya mucho que cayó en mis manos una de sus obras, El sueño del Celta, y cómo es la memoria que lo único que he recordado siempre de aquel libro es que es de los pocos que he dejado a medias. No pude con él y, aún hoy, el marcapáginas -una postal que me envió mi hermano de la Patagonia- sigue varado en la página 295 de las más de 450. Quizá no estaba preparada para este autor o no era ni el momento, ni el título. No lo sé. Sin embargo, ahí comenzó y acabó mi corta experiencia con este escribidor a quien también subrayé y de quien rescato ahora esta frase que creo oportuna: “cuando las cosas no tenían marcha atrás, no valía la pena perder el tiempo preguntándose si hubiera sido preferible que no ocurrieran”.

A esas palabras, las suyas propias, se debió aferrar Vargas Llosa cuando el romance con Isabel Preysler le cayó encima como una tempestad. Nada -salvo seguir- pudo hacer este fabulador convertido de pronto en protagonista de una historia de amor pasados los setenta. “No era algo que nos imagináramos que fuera a ocurrir, pero ocurrió”, confesaría después el limeño en una portada que no fue precisamente literaria. Ocurrió y ya está. Y aquella pasión que llenaría páginas y páginas de revistas del corazón, partió en dos a su inquebrantable tribu. Una familia que, poco antes de que estallara el escándalo, brindaba unida en Nueva York por las bodas de oro de Mario y Patricia. Aún hoy tengo nítidas las imágenes de esa mujer aparentemente chiquita y flanqueada por sus hijos, tratando de esquivar a los paparazzi que le asediaban -día sí y día también- a las puertas de la vivienda que compartía en Madrid con el que ella creía todavía su esposo. Vaya trance para esa “prima de naricita respingada” como le calificaría cariñosamente su hombre en la ceremonia del premio Nobel. Era entonces 2010 y faltarían apenas cinco años para que su longevo matrimonio se resquebrajara en pedazos como la porcelana. Nada en el discurso del galardonado escritor hizo presagiar el final de la pareja. Fue, de hecho, Patricia la única que consiguió que su voz firme y áspera se cortara por momentos durante su alocución en Estocolmo. “El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años. Y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir”.

Tan bien lo hizo que guardó silencio incluso cuando hablar ante tanto micrófono colocado en su boca pudo haber sido la única opción. Tan bien, que cuando Mario en su ocaso regresó al Perú tras ocho años de amor con Isabel, fue ella quien lo acogió dispuesta a hacerle más llevadero el final

Vi el video completo del evento en el que las cámaras enfocaban a la esposa ruborizada, sonriente y con la cabeza ladeada mientras escuchaba cómo el primo al que le había dedicado su vida le guardaba también unas líneas de esa obra. “Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien”. Tan bien lo hizo que guardó silencio incluso cuando hablar ante tanto micrófono colocado en su boca pudo haber sido la única opción. Tan bien, que cuando Mario en su ocaso regresó al Perú tras ocho años de amor con Isabel, fue ella quien lo acogió dispuesta a hacerle más llevadero el final. Los sapos que habrá tragado esa mujer sólo ella los ha masticado. La misma mujer a la que Mario buscó y abrazó en cuanto terminó un discurso que le sobreviviría en el tiempo aquel frío día de invierno en Suecia. La que permaneció a su lado -dicen sus hijos- hasta el último suspiro. Pese a todo. Pese a tanto.

Ya se sabe qué se esconde detrás de un gran hombre: el sacrificio de alguien que aguantó pacientemente mientras él escribía y vivía todas esas vidas que sólo la literatura y un corazón inquieto y salvaje permiten.







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